EL MENSAJERO DIVINO
LEL MENSAJERO DIVINO
Una historia oral del pueblo
de Zapayán
tribuAparte · 2024
Las
historias de ese pueblito llamado Zapayán son tan reales como
sorprendentes.
Yo las he vivido, y también las he sentido.
Una
de las que más me ha dado vueltas en la memoria es la que me hizo conocer y
entender un extraño concepto colectivo de fe.
Esta
historia me la contó mi abuela Sixta Tulia en una de esas noches
frescas, de Puntadepiedras, como se llamaba Zapayan antes. con mi cabeza
recostada en las piernas de ella, sentados en el quicio de la puerta de su
casa, en un pueblo de calles de barro hasta las rodillas. La mayor “virtud” de
esta época era que solo había luz eléctrica de cinco de la tarde a nueve de la
noche, gracias a una escandalosa planta eléctrica, del tamaño de un tractor, que
tenían a 5 cuadras de distancia y que
alimentaba todo el pueblo con un galón de ACPM diario, pero que muchas veces no
se tenia el dinero para este combustible por lo que habían noches silenciosas.
En
total oscuridad, me narraba historias que parecían fantásticas mientras, con
sus manos temblorosas, me sacaba liendres al tiento. Como se le decía a la técnica de tantear suavemente con la yema
de los dedos el cabello, hebra por hebra para detectar las liendras y piojos sin
necesidad de mirar. Y al mismo tiempo
saludaba, con nombre propio, a todas y cada una de las voces fantasma que
transitaban en medio de la oscura calle.
Ahí
me contó, cómo una tarde de mayo del 76 llegó, como un huracán, la revolución
al pueblo entero. En solo dos horas, el mundo se detuvo y se movilizaron en romería silenciosa todas las
mujeres y hombres adultos entre los 20 y los 50 años.
Todos
los habitantes andaban entre nerviosos y confundidos, ya que desde una semana
atrás un pastor viajero —al parecer evangélico— había llegado a la pequeña
plaza, ubicada entre la iglesia y el puesto de salud, Ambos lugares permanecían
siempre cerrados, pues el cura y el médico solo llegaban de visita por dos días
cada dos meses.
Este
nuevo desconocido, armado de un rudimentario altavoz blanco con negro que se
escuchaba entrecortado al parecer por el desgaste de sus baterías. a la misma
hora y durante quince minutos diarios, con biblia en mano, se dedicaba a leer
siempre el mismo fragmento: 1° de Reyes, capítulo 20, versículos del 1 al 16.
Ese que cuanta la historia cómo Ben-Adad, rey de Siria, sitió Samaria y envió
un mensaje a Acab, rey de Israel:
-“Así
ha dicho Ben-Adad:
-Tu plata y tu oro son míos; míos son también tus mujeres y tus hijos más
hermosos.
-Tu plata y tu oro, y tus mujeres y tus hijos me darás.
-Además, mañana a estas horas enviaré yo a ti mis siervos, los cuales
registrarán tu casa, y las casas de tus siervos; y tomarán y llevarán todo lo
precioso que tengas.”
Con
exactitud diaria leía el mismo fragmento. Día a día los feligreses se multiplicaban más,
por temor que por fe; temían más al castigo de ignorar la palabra divina,
viniera de quien viniera.
El
séptimo y penúltimo día, el visitante —que seguía siendo un desconocido, pero
que ya era visualizado por muchos como con un aura Sacra, pues nadie sabía de
donde aparecía y nadie lo había visto comer o beber alimento alguno— comunicó
una visión divina a los presentes:
—Todos
y cada uno de ustedes, los que están aquí y los que se han quedado en sus
casas, tienen razón en temer —
Afirmó
con la voz ronca y entrecortada a través del megáfono.
- Porque para mañana a esta hora, los que ya han cumplido 20 años de edad,
pero no 60, deberán venir a este mismo sitio, ante la presencia del Señor.
- Y deberán venir sin ninguna prenda de valor, sin dinero, porque el oro y la
plata no son divinos. En cambio, son anclas del demonio.
—Déjalo
todo en tu casa, envuelto en tela negra debajo de tu almohada, y ven al
lavatorio de espíritus... o sigue viviendo en pecado-
Al
día siguiente, dos horas antes, todo el pueblo se preparaba: anillos, cadenas,
relojes y dinero eran envueltos en trapos negros y escondidos bajo las
almohadas, tal como se les había indicado.
Mi
tía la Negra Roquelina, quien por sus limitaciones físicas no había podido
asistir a las seis reuniones anteriores del enviado divino, decidió que esta
vez iría. Pero se desesperó al ver que no podía quitarse el anillo de oro que
llevaba desde hacía casi tres décadas en el dedo anular de su mano derecha.
Ni
jabón, ni mierda de gallina, ni manteca de cerdo tibia, ni siquiera la vela de
sebo de chivo lograron sacarlo. Al contrario, tanto esfuerzo le había hinchado
el dedo.
Pensó
entonces en hablar con el pastor, para que intercediera como correo celestial,
o al menos colarse entre la multitud con la mano envuelta en un trapo, y así
recibir la unción.
Salió
a toda prisa, con dificultad por la poliomielitis infantil que la acompañaba
desde niña. Recorrió las seis cuadras que la separaban su casa a la plaza. En
el camino pasó por la tienda del primo José Manuel, quien preocupado también
había tomado la determinación de no asistir, pues se había hecho poner dos
coronas y un diente de oro macizo que, hasta ese día, era su orgullo... pero
que ahora era su ancla al infierno.
En
su desespero, la Negra miró hacia el interior de la tienda y vio su solución:
sobre el mesón de madera rústica reposaba una pequeña pero intimidante guillotina
metálica, la misma que esos tiempos usaban los tenderos para partir las panelas
en medios y en cuartos.
—¡José,
ayúdame, que me quedo sin la salvación!
—gritó
mientras entraba casi a gatas.
Metió
el dedo ensortijado hasta la última falange y cerró los ojos con desesperación.
José en su afán de ayudar se hincó, dispuesto a realizar un corte limpio y
rápido. Ella sintió ese frío tembloroso en la espalda, ese que llega cuando la
mente sabe que el dolor está por venir. Todo parecía suceder en cámara lenta...
Justo
una fracción de segundos antes del corte notó que todo volvía a su ritmo
normal, al escuchar el murmullo de personas acercándose, vio algo extraño, ya
que la multitud venía en dirección contraria a la plaza.
Entonces
preguntó si él y mi tía manca, se habían quedado sin la salvación.
Alguien
respondió con voz de descontento:
—Nombre,
tranquilos. Hoy ya no vino Dios a la plaza.
—Dicen
que el pastor también se enfermó. Porque tampoco apareció.
Nunca
nadie supo que fue lo que pasó al
fin con el pastor, o si Dios no creía en
la inocencia de aquel pueblo de la orilla de la ciénega
Lo
que sí fue cierto es que nadie entendió qué poder divino logró desaparecer
todos los envoltorios negros de debajo de las almohadas... de todas las casas solas
del pueblo, en tan solo tres horas.
Lic. Rene Escorcia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario