EL CAJÓN
DE MI TIA INOCENCIA.
Desde que tuve memoria,
siempre para Semana Santa época feliz de mi vida, después de tremenda
madrugada, a eso de las 4 de la mañana para no perder el bus del loco Izasa,
que salía puntual a las cuatro treinta de la vieja plaza del mercado de
Fundación. Y como el alias del conductor no era por pura casualidad.
Las dos horas reglamentarias
de viaje hasta Barranquilla se reducían tanto, que en poco más de una hora ya
estaba montado en el bus de escalera, que del viejo puerto de Barranquilla
salía hacia Calamar en el departamento de Bolívar, Y allí en la orilla del rio,
a las ocho en punto ya estaba cogiendo puesto en la única Champa, como le
decían por esos lados a una tremenda lancha de cuatro metros de eslora con dos
motores fuera de borda, la que atestaban de gente. con toda la carga de maletas
canastas de cervezas tanque de leche y pertrechos apilados en proa para así
evitar que con la tremenda velocidad de navegación río arriba, ésta se volcara.
una hora más en un caño de aguas empestadas de Manatíes que desemboca a la
Ciénaga zapayán, Donde los Barbules y Coroncoros se estrellaban con el piso de
la embarcación, y así al cabo de la una de la tarde estar arribando al
apilamiento natural de enormes rocas casi cuadradas que forman el puerto y que
también le daban el nombre a esta hermosa población, Punta de Piedras Magdalena
Donde el que no hubiera luz eléctrica, era un motivo de orgullo, la que
casualmente, sólo queda ubicada a 40 minutos en línea recta de Fundación. Claro
si existiera la carretera que hace más de 20 años el gobierno nacional mandó a
construir para unir una cantidad innumerable de pueblos, pero que extrañamente
nadie sabe que se hiso la plata.
En la tranquilidad de Punta de
Piedras, Tampoco existían delitos tan graves, como para que el único
representante de la ley y el orden: mi abuelo, el inspector. Interrumpiera la
tranquilidad de su desayuno el que disfrutaba mientras un Bocachico frito entraba
a una velocidad sorprendente en partes moderadas por el lado derecho de la boca
y salieran solo espinas por el lado izquierdo. Sentado en un taburete,
recostado a uno de los horcones de la puerta del traspatio, mirando de reojos a
mi abuela Sixta Tulia, quien ponía un plato de comida en las manos temblorosas
de mi tía Inocencia, una anciana y demacrada mujer de más de cincuenta años
pero que aparentaba como ochenta, porque según cuentan todos, un arroz con
leche embrujado que no era para ella, y que se comió un viernes santo a los
diecisiete años de edad, no sólo la cegó, le limitó el setenta por ciento de
sus movimientos, le quitó por completo la cordura, la frenó en tiempo y
espacio, y la puso a viajar en su mente en medio de conversaciones anuales con
gente que no existe o que ya hace años murieron.
En esa casa mitad de tablas y
mitad de bahareque, había algo que más que llamarme la atención. Hacía que mis
dos semanas de vacaciones se sintieran algo incomodas.
En el cruce vigas del rincón
de la habitación que estaban justo sobre la cama de mi tía Ino, -como le
decíamos de cariño- había atravesado cual caja de chécheres un polvoriento
ataúd de madera de laca rojiza.
En los primeros años sólo me
limitaba a verlo con el rabo del ojo, porque parecía como si él me llamara,
pero yo hacía como si no fuera conmigo.
Tiempo después me enteré, que
un médico viajero que llegó al pueblo años atrás, y quien fue el único
acreditado, tuvo el atrevimiento de auscultar minuciosamente a la embrujada
tía, y después de casi cuarenta minutos se dirigió a los presentes. Para decirles
con palabras indoloras pero certeras, Que - Ino-, se podría morir en cualquier
momento,
Fue cuando mi abuelo, quién
era hombre precavido, y de común acuerdo con tíos y familiares para que este
trágico momento no los cogiera de sorpresa, mandaron a fabricar un cajón a su
medida, como era costumbre donde el único carpintero del pueblo, para la espera
de la hora de partida, de la desahuciada tía. Pero extrañamente, ese momento
demoró desde ese día poco más de 50 años.
Lo insólito del hecho, fue que
algunas veces cuando alguien cercano o conocido de la familia en el pueblo
moría de manera intempestiva, llegaban a la casa y le pedían a mi abuelo que
les prestara el cajón de Inocencia quien ni corto ni perezoso lo bajaba y
desempolvaba al calor de las habladurías de mi tía Ino, la que por arte de
magia recobraba la cordura por unos días, solo para oponerse a que como ella
misma decía, le perratearan su última morada.
Fueron más de seis veces en
que se llevó a cabo el préstamo, incluso hasta para un niño que trajeron ya sin
vida en un tractor, ya que había muerto un día antes en una finca al caer de un
caballo, y quien ocupó poco menos de la mitad del espacio mortuorio.
Siempre que prestaban el
cajón, a mi abuela Sixta, le tocaba dos o tres meses después visitar en varias
oportunidades a los olvidadizos dolientes para recordarles que mandaran
fabricar otro cajón y lo devolvieran, porque solo cuando éste estaba arriba de
las vigas del cuarto de Inocencia, había tranquilidad en la casa ya que la
dueña y destinataria inicial dejaba de tener momentos de cordura.
- “Por lo que veo van a
enterrar a medio pueblo en mi cajón”
Decía la quejumbrosa tía en
medio la tarde calurosa, mientras bombeaba fresco entre sus piernas abanicando
sus enaguas con su única mano funcional
- “el día que me toque usarlo
a mí, el de arriba no va a saber ni quién soy yo”.
Mi abuelo quién aprovechaba y
se divertía alborotando más el avispero, le contestaba en voz calmada
" -he visto primero morir
pollos que gallos".
Y ella le replicaba
-bueno que falta de respeto es
esa de Gregorio, que cree que es fartedá mía, -
-Hasta pecado ha de ser eso
de andar prestándome el cajón como si fuera un bollo por encima de la cerca. -
Lo más triste fue cuando le
llegó el día a Inocencia del Carmen, hace año y medio el cajón no estuvo ahí, y
lógicamente a mis tíos les tocó comprar otro, y me atrevo a creer que nadie se
acordó del Cajón prestado; excepto yo, que en ese momento me encontraba a
kilómetros de distancia-.
La Semana Santa pasada y
después de ocho años de no regresar a Zapayán, nuevo nombre que le han dado hoy
a Punta de Piedras, porque según un alcalde se escucha más elegante. Me
encontraba en compañía de unos primos como a eso de las tres de la tarde en la
sala remodelada de la casa de mi abuelo, cuando vi, que en la puerta y de un
carro de mula un par hombres bajaron y entraron un cajón de madera color
rojizo, quienes después de causarme un zipote impresión, que me dio un vuelco
completo el corazón,
Dijeron textualmente:
-“Que acá Mandaron este
cajón, el que le prestaron a Etelvina la de Francisco Muñoz, en el 99.
- Que muchas gracias”.
Lic. Rene Fabian Escorcia
Barrios
TribuAparte 2024
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